Para el virus que provoca la COVID-19 los científicos tardaron menos de un año en encontrar una vacuna. Para el VIH, en 40 años no ha sido posible
Ana Rosa se contagió de VIH cuando nunca creyó que se podría contagiar de VIH. El año en que pilló el virus, el mundo entero señalaba a la comunidad LGTBI y a los drogodependientes como principales transmisores de la infección a pesar de no haber pruebas para ello.
La pandemia del SIDA comenzó a asolar países enteros en los años 80 y Ana Rosa, consciente de ellos, se guardó el secreto, lo escondió en una caja fuerte y no abrió la boca hasta 2016, cuando visibilizó su situación, casi tres décadas después de haber dado positivo. Si no lo hizo antes fue por miedo, no por otros motivos.
“Mi temor era perder la familia y el trabajo, perder a las personas que me conocían. Ser despreciada por todo el mundo”, confiesa en el último programa de Informe Trópico sobre la desigual batalla contra dos virus, el del VIH y el de la COVID-19, emitido este domingo en Televisión Canaria.
Ana Rosa huyó a Galicia. Se marchó de Canarias para alejarse de todos (y de todo) y convivió sola con la enfermedad. “Mi forma de superarlo fue no decírselo a nadie, callármelo. Si tenía que tomar la medicación, era todo a escondidas. En ocasiones cogía los envases de la medicación y no los tiraba en los contenedores cercanos a mi casa, sino lejos”.
El estigma por el VIH ha condicionado la vida de la mayoría de las personas infectadas. Cuenta Alberto Pérez, psicólogo de Amigos contra el Sida en Las Palmas, que varios estudios concluyen que muchos padres no dejarían relacionarse a sus hijos con compañeros de clase si supieran que estos son seropositivos. También que estos evitarían el bar que suelen frecuentar si se enteraran de que el camarero es portador del virus.
“La mayoría de las personas con las que trabajo han hecho visible su condición de ser positivos a muy pocos. Todavía la sociedad sigue pensando que se trata de una enfermedad contagiosa cuando en realidad es transmisible, y eso genera enormes prejuicios y estigma”, relata el experto.
La cobertura informativa tampoco ha ayudado. Javier Salas, periodista científico en El País, recuerda cuando la rotativa Los Angeles Times preguntó a los estadounidenses si creían que la gente con SIDA debía tatuarse esa información en el cuerpo para que todos pudieran reconocerla. Al 30% les pareció una buena idea.
“Los medios han tenido mucho que ver a la hora de estigmatizar a la gente que enferma, a la gente que se contagia o a la que es portadora del virus porque siempre se plantea desde ese punto de vista de la culpabilización, que parece que eres tú el que ha hecho algo malo y mereces que te pase”, apunta el periodista.
La buena noticia es que ha habido avances y desde hace un tiempo para acá se ha descorchado el #meToo contra el Sida social. Un desencadenante relevante fue cuando el famoso actor Charlie Sheen confesó ser positivo. Investigaciones posteriores demostraron que su salida del armario ayudó a miles de personas a hacerse la prueba del VIH. Aun así, Ana Rosa pide más. “La sociedad se tiene que actualizar. La vacuna sería que la sociedad nos aceptara”, defiende.
40 años detrás de una vacuna
Solo en España han muerto casi 60.000 personas a causa del SIDA en las últimas cuatro décadas. La ciencia lleva todo este tiempo tratando de ingeniar una vacuna que acabe con la enfermedad del mismo modo que está ocurriendo con la COVID-19, cuya letalidad se reduce drásticamente en cuerpos inmunizados.
Pero no ha sido tan fácil. Escaso presupuesto y un virus difícil de atajar han mermado los avances. La esperanza llega con noticias como la que han dado recientemente la farmacéutica Moderna y la Iniciativa Internacional por una Vacuna contra el Sida (IAVI), que han anunciado el comienzo de los ensayos clínicos en humanos de una vacuna ARN (misma tecnología empleada para la COVID-19) contra el VIH.
María Salgado, doctora en Biología Molecular y Genética e investigadora en el Instituto de Investigación del Sida en Barcelona, detalla las claves de por qué estamos tardando tanto en encontrar una cura contra el VIH a diferencia de lo que ha ocurrido con la COVID-19.
“Hay dos diferencias fundamentales. Una es la capacidad de mutación y de crear nuevas variantes. Estamos viendo que la COVID está creando variantes muy rápido, pero es que la mutación en el virus del VIH es muchísimo mayor. Lo que estamos viendo de la COVID lo puede hacer el virus del VIH en una sola persona”, subraya la experta.
La segunda razón es “la capacidad que tiene el VIH de integrarse en nuestro sistema inmune. Una vez que estás infectado, el virus no se vuelve a ir. Creo que esto es lo que hace que sigamos hablando 40 años después de esta enfermedad y que hayamos podido curar a personas muy específicas en el mundo”.
El último caso es el de una mujer norteamericana curada después de haber sido sometida a un trasplante con sangre de cordón umbilical para tratar la leucemia que padecía, según anunciaron científicos de Estados Unidos.
La tercera razón (aunque esta no la menciona Salgado) es la falta de presupuesto. Cristina Ramírez, investigadora de enfermedades metabólicas, y Direna Alonso, investigadora de cáncer de páncreas, conocen bien esta realidad. Ambas formaron parte de la fuga de cerebros que sufrió España después de la crisis de 2008. Y ninguna de ellas ve una mejora notoria en las condiciones.
“El país sigue estando a la cola en Europa en cuanto a la inversión en ciencia. Incluso si los miramos por comunidades autónomas, algunas han reducido ese gasto público en I+D+I, como es el caso de Canarias”.
Entre los obstáculos para investigar, tanto Ramírez como Alonso destacan la “inestabilidad laboral, la conciliación y la precariedad”. Y recalcan que si no ha habido una vacuna contra el VIH en todo este tiempo no es por falta de esfuerzo, sino por la propia naturaleza del virus. Quizá, aunque esto es difícil de saber, una mayor partida presupuestaria en ciencia también ayudaría a dar con la tecla.